No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si
no desmayamos. Gálatas 6:9.
En esta vida, el
trabajo que hacemos por Dios parece a menudo casi infructuoso. Nuestros esfuerzos para
hacer el bien pueden ser fervientes y perseverantes, sin que podamos ver sus
resultados.
El esfuerzo puede parecernos perdido. Pero el Salvador nos asegura que nuestra obra queda anotada en el cielo, y que la recompensa no puede faltar... En las palabras del salmista leemos: “Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas”. Salmo 126:6.
Aunque la
gran recompensa final se dará cuando Cristo venga, el servicio fiel
hecho de todo corazón para Dios reporta una recompensa aun en esta vida.
El obrero
tendrá que afrontar obstáculos, oposición y amargos
desalientos y descorazonamientos. Tal vez no
vea los frutos de su labor. Pero aun con
todo eso encuentra en su labor una bienaventurada recompensa.
Todos los que
se entregan a Dios en un servicio abnegado por la humanidad están cooperando
con el Señor de gloria.
Este pensamiento dulcifica toda
labor, fortalece la voluntad, sostiene el ánimo para
cuanto haya de acontecer.
Trabajando con
corazón abnegado, ennoblecido por ser
participantes de los padecimientos de Cristo, y compartiendo su simpatía,
contribuyen a aumentar su gozo, y reportan
honor y alabanza a su exaltado nombre.
En comunión
con Dios, con Cristo y con los santos ángeles, están rodeados por
una atmósfera celestial, una atmósfera que
da salud al cuerpo, vigor al intelecto y gozo al alma.
Todos los que
consagran cuerpo, alma y espíritu al servicio de Dios, estarán recibiendo
constantemente una nueva dotación de fuerza
física, mental y espiritual.
Las
inagotables bendiciones del cielo están a su disposición. Cristo les da el aliento de su
propio espíritu, la vida de su propia vida.
El Espíritu
Santo pone a trabajar sus más
elevadas energías en el corazón y la mente. —Obreros Evangélicos, 529, 530. [280]
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