Entonces
cantó Moisés y los hijos de Israel
este cántico a Jehová, y dijeron: Cantaré
yo a Jehová, porque se ha magnificado grandemente; ha echado en el mar al caballo y al jinete. Jehová es
mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación. Éxodo 15:1,2.
Como una voz que surgiera de gran profundidad, elevaron las huestes
de Israel ese sublime tributo. Las mujeres israelitas
también se unieron al coro. María, la hermana de Moisés, las dirigía mientras
cantaban con panderos
y danzaban. En la lejanía
del desierto y del mar resonaba el gozoso coro...
Este canto y la gran
liberación que conmemoraba hicieron una impresión imborrable en la
memoria del pueblo hebreo. Siglo
tras siglo fue repetido por los profetas
y los cantores de Israel
para atestiguar que Jehová es la fortaleza
y la liberación de los que confían en él.
Este
canto
no pertenece sólo al pueblo judío.
Indica la futura destrucción de todos los enemigos de la justicia, y señala la victoria final
del Israel de Dios.
El profeta
de Patmos vio a la multitud vestida
de blanco, “los que
habían alcanzado la victoria”, que estaban sobre “un mar de vidrio
mezclado con fuego... con las arpas de Dios... Y cantan el cántico de Moisés siervo de Dios, y el cántico
del Cordero”. Apocalipsis 15:2,3...
Tal
fue el espíritu que saturaba
el canto de liberación de Israel, y es el espíritu que debe morar en el corazón de los que aman y temen a Dios. Al libertar nuestra
alma de la esclavitud del pecado, Dios ha obrado para nosotros
una liberación todavía mayor que la
de los hebreos ante el Mar Rojo.
Como la hueste hebrea, nosotros
debemos alabar al Señor con nuestro corazón, nuestra alma y nuestra voz por “sus maravillas para con los
hijos de los hombres”. Salmo 107:8.
Los que meditan en las grandes misericordias de Dios, y no olvidan sus dones menores, se llenan de felicidad y cantan en su corazón al Señor. Las bendiciones diarias que recibimos de la mano de Dios y, sobre todo, la muerte de Jesús para poner la felicidad y el cielo a nuestro alcance, debieran ser objeto de constante gratitud.
¡Qué
compasión, qué amor sin par, nos ha manifestado Dios a nosotros, perdidos pecadores, al unirnos a él para que seamos su tesoro celestial! Historia de los Patriarcas y Profetas, 293, 294.
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AUDIO.
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