Alaben el nombre de Jehová; porque él mandó, y fueron creados. Los hizo ser
eternamente y para siempre; les puso ley que no será quebrantada. Salmo
148:5,6.
Es hermosa la descripción que hace el salmista del cuidado de Dios por las
criaturas de los bosques: “Los montes altos para las cabras monteses; las
peñas, madrigueras para los conejos”. Salmo 104:18.
Él hace correr los manantiales
por las montañas donde los pájaros tienen su habitación y “cantan entre las
ramas”. Salmo 104:12.
Todas las criaturas de los
bosques y de las montañas forman parte de su gran familia. Él abre la mano y
satisface con “bendición a todo ser viviente”. Salmo 145:16.
El
águila de los Alpes es a veces arrojada por la tempestad a los estrechos desfiladeros de
las montañas. Las nubes tormentosas cercan a esta poderosa ave
del bosque, y con su masa oscura la separan de las alturas asoleadas donde ha
construido su nido. Los esfuerzos que hace para escapar
parecen infructuosos. Se precipita de aquí para allá, bate el aire con sus
fuertes alas y despierta el eco de las montañas con sus gritos. Al fin se eleva con una nota de triunfo y, atravesando las nubes, se encuentra una vez más
en la claridad solar, por encima de la oscuridad y la
tempestad.
Nosotros
también podemos hallarnos rodeados de dificultades, desaliento y oscuridad. Nos cerca la falsedad, la calamidad, la injusticia.
Hay
nubes que no podemos disipar. Luchamos en vano con las circunstancias. Hay una sola vía de escape.
Las
neblinas y brumas cubren la tierra; más allá de las nubes
brilla la luz de Dios. Podemos elevarnos con las alas de la fe hasta la región de la luz de
su presencia.
Muchas
lecciones se pueden aprender de ese modo. La de la confianza propia, del árbol que crece solo en la llanura o en la ladera de la montaña, hundiendo sus raíces hasta lo profundo
de la tierra y desafiando con su fuerza la tempestad.
La del poder de la
primera influencia, del tronco torcido, nudoso y doblado al cual ningún poder terrenal puede
devolver la simetría perdida.
La del secreto de una vida santa, del nenúfar que, en el fondo de un estanque sucio, rodeado por desperdicios y malezas, entierra su tallo acanalado hasta encontrar la arena pura y, sacando de allí su vida, eleva su flor fragante, de una pureza impecable, hasta encontrar la luz.
La Educación, 118,119. [237]
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